sábado, 25 de abril de 2020

20 minutos

Seguimos con el cuarto relato, una vivencia bien contada (sobrino pequeño) de la que ahora hasta nos reímos, supongo que nos pasara lo mismo con el coronavirus.

20 minutos

Corrían los 2000, segundo de la ESO es una etapa complicada para un chaval del Barcelona, zurdo y con cierto parecido a Jesulín de Ubrique (eso decían).
Todo fluía relativamente bien o eso pensaba ese joven, porque no todo fluía como debía. Un día sin aviso previo una fuerte dolencia brotó de su abdomen, un dolor intenso, punzante y que no tenía fin después de cada ingesta de alimentos.
Asustados, sus padres le llevaron a las urgencias de uno de los grandes hospitales de la ciudad que habitaban. El día de la hispanidad lucía en lo alto del edificio, esa mole de cemento, donde dolor y cura se mezclan día tras día.
Llegaron a uno de los peores lugares donde puede estar una persona, las urgencias de un gran hospital. Allí, después de una larga espera e interminables pruebas, llegó el veredicto...disculpa muchacho, dijo el frío doctor, ¿hace cuanto no alivias tus intestinos? Preguntó saboreando cada una de sus palabras tras una leve sonrisa... quizás días, contesto el asustado muchacho...
Minutos más tarde, tumbado en una camilla, bajo la mirada de varios estudiantes y despojado de sus pantalones, el muchacho escuchó las siguientes órdenes...ponte en posición fetal y tranquilo, notarás algo frío y a mi señal tendrás que hacer fuerza.
Una pera con medio litro de laxante se dirigía hacia su esfínter y no había nada que hacer, sólo dejar que pasara.
Todos fueron testigos, padres, estudiantes, enfermeros, todos lo vieron...ya puedes apretar, se escuchó en la sala. Todo había terminado o eso creía él.
Mientras el muchacho se vestía avergonzado, escuchaba la conversación del médico con su madre. Será cuestión de 20 minutos, le dijo el doctor.
¿20 minutos para que? Se preguntó el muchacho; pronto lo entendió.
Pasaron esos 20 minutos y algo incontenible emergió de el, algo que no podía esperar y que rápido salió de su cuerpo.
Qué alivio, qué sensación de ligereza. El muchacho se sabía curado, el terrible episodio y toda la vergüenza habían merecido la pena. Hablo alegremente con el doctor, ese antiguo enemigo y sádico personaje que ahora era su héroe, ¿mejor? Le dijo el doctor, si contesto con la cabeza y con una amplia sonrisa el muchacho. Perfecto, pues a casa a descansar, concluyó el doctor.
A veces, la vida no te prepara para ciertos momentos, sobre todo cuando el ser humano pierde toda su humanidad y se rebaja a su forma más animal en cuestión de segundos. Pues otra vez estaba en la misma situación, otra vez algo emanaba de él, algo que no podía esperar, algo para lo que la dignidad no está preparada.
Corrió por el interminable pasillo, escuchando la voz de su madre, ¿que te pasa? Le preguntaba preocupada. El no podía contestar, no de una manera racional...dos palabras, dos palabras lapidarias salieron de entre sus dientes...me cago.
Al final del pasillo estaba el baño, el lugar donde lo más indigno está permitido, donde todo tipo de sonido, olor y quejido está permitidos. Donde él sabía que todo podía terminar.
Abrió la puerta, y la suerte se alió con él, estaba vacío, pero no siempre se puede cantar victoria...cuando en un rápido movimiento perfectamente coordinado, abrió la puerta del aseo mientras bajaba sus pantalones, algo en él falló, algo no esperó la orden, era su esfínter.
Un fuerte caudal emanó de su cuerpo, como si fuera una manguera sin control, manchando paredes, suelo y puerta...está vez todo había terminado. Solo para él.
Mientras él se aseó como buenamente pudo, perdiendo allí su prenda más íntima, ya que no había nada que salvar, se abrió la puerta.
Se llamaba Mercedes, Merceditas para los amigos, y le quedaban dos meses para la jubilación después de muchos años en el servicio de limpieza del hospital y creía haberlo visto todo.

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