En un rincón de Aragón, en Ariza, hay una viña antigua: la Viña *El Corral del Coto*, plantada en 1944. La viña crece en marga arcillosa, abrazada por ese clima mediterráneo continental que define la dureza de los inviernos, el calor abrasador del verano, los contrastes que queman unos días y refrescan otros. La palabra “garnacha centenaria” no es solo etiqueta: es la savia, el pulso de una familia que con manos y raíces profundas se empeña en mantener viva la tierra que sus antepasados labraron.
Desde niños ayudaron en vendimias, despampanando, cavando, cuidando la vid: tareas sencillas, tareas duras, que enseñan que el vino parte de la viña y no al revés. Se aprende a esperar, a sentir la tierra, a hablar con la cepa, a reconocer en su lucha la propia fuerza heredada.
Con los años, la familia decidió apostar por la naturalidad: evitar aditivos, confiar en fermentaciones tradicionales, seleccionar la uva a mano, trasiegos sin prisas, filtraciones suaves, sin artificios. Hacer lo que sus antepasados sabían, quizás sin nombre de “vino ecológico” o “natural”, pero con la conciencia de que la viña merece ser tratada con respeto, paciencia y humildad.
Hay historias de años secos, veranos crueles, lluvias escasas, pájaros hambrientos que roban uvas maduras, calor que agota la cepa, que adelanta la vendimia, que obliga a buscar soluciones: redes, inventos, sudor, riego. Cada jugada meteorológica tiene consecuencias: algunas pérdidas, otras enseñanzas.
También hay esperanzas sembradas en silencio. Uno de los proyectos más queridos: recuperar la tierra vieja, plantar encinas truferas, recuperarlas, cuidarlas con mimo, esperar años —años de sol, de noches frías, de cuidar raíces, de sujetar con valla cada retozo, de llevar agua, de bastantes viajes— para que la tierra genere algo más que vid. Que la tierra dé una segunda cosecha distinta, silenciosa, perfume bajo tierra: trufas. Un homenaje a nuestro padre José.
Con ese espíritu, se conquista espacio: mercados artesanales, concursos de catadores, participación en actividades locales, en fiestas, con la intención de que otros vean lo que para ellos es vida cotidiana. Vamos a mercadillos, donde mostrar nuestro vino, la garnacha, escuchamos a la gente, prueban, extienden mesas, ponen carteles, comparten vasos, sienten alegría cuando alguien dice “esto sabe a uva”, “esto es tierra”, “esto es casa”.
El vino comienza a legalizarse, a tomar forma oficial, a usar etiqueta homologada, registro embotellador, etc. No sólo se trabaja con la tradición; también con la responsabilidad, para lo que ha costado durante tanto tiempo pueda salir al mundo con dignidad.
Hay celos de conservar lo pequeño, de resistir en tiempos que empujan hacia lo grande, lo fácil, lo rápido. Víñedos que se abandonan, viñedistas que desisten. Pero la familia de O Biedau sigue ahí: cuidando el viñedo, atendiendo nuestra viña con esmero, creyendo que lo natural vale tanto como lo moderno, que la memoria de los que trabajaron la tierra no debe perderse.
Con el amor por la tierra, con nuestra garnacha centenaria, la ilusion de nuestras trufas, surgen los momentos de triunfo: cuando alguien compra una botella en una tienda local, cuando el vino se prueba en un mercado, cuando se queda sin existencias por la buena aceptación, cuando un nuevo concurso reconoce lo hecho. No son glorias estruendosas, sino victorias de Nuestra Ilusion Natural.
Hoy, después de tantos años, O Biedau no sólo es viña y vino.













